No quiero dar ideas a mis compatriotas pero me acaba de para la policía sudafricana para que pague mis multas de velocidad.

9:30 de la mañana, en una de las arterias principales de Johannesburgo -William Nicol dr- . Un control policial tiene paralizado el tráfico en las dos direcciones. Esto promete. Me libro del primer chequeo dirección Hyde Park Corner; despistada y olvidadiza -como viene siendo habitual últimamente- vuelvo a tomar la misma calle para regresar a casa. Estupendo. Sabía que el coche nuevo de empresa -que para mas inri es rojo- no pasaría desapercibido. El oficial, que parece disfrutar con su trabajo, me hace parar al final de la larga cola de víctimas que esperan su turno para conocer su suerte. Me comunica entonces que se trata de un control para revisar las multas pendientes por exceso de velocidad. O algo así. Mi neurona -agitada y molesta por la situación- se pierde en la conversación y divaga sobre  lo afortunada que ha sido mi vuelta a este país (llevo aquí tres días). La falta de atención me hace aferrarme a las únicas palabras que he pillado: speed fine. ¿Cómo? ¿Qué me está parando por correr?, le espeto. Empieza mi actuación. «No, no» – me contesta el policía al que, sin buscarlo, le arranco una sonrisa. Con una paciencia infinita me explica el procedimiento: «paramos a los coches, miramos su registro en tráfico para verificar que no tiene multas pendientes y si las tiene, las debe pagar aquí y ahora». Respiro aliviada. El coche tiene tres días, si hay alguna multa, no será nada grave (espero). Le acerco mi carné de conducir español (él piensa que soy inglesa a pesar de mi acento macarrónico). No le sirve, le explico que el coche es de leasing y que la empresa se encarga de chequear las multas semanalmente y comunicarlo a los empleados; le intento concencer que llevamos un estricto control. ¿Cuanto tiempo llevas aquí? ¡Ay madre! «Llegué el viernes, paso temporadas aquí desde hace como tres años pero ya regreso. ¿Cuando exactamente? Le digo que a final de año mientras pienso que ojalá pudiera contestarle con más concreción. Dubitativa, imprecisa. No tiene nada que hacer conmigo. Me dice que le encanta mi coche y que tenga buen día.

Espero que los recursos empleados para este despliegue policial (con 5 furgonetas, otros tantos coches y una veintena de oficiales en cada sentido de la marcha) les haya resultado rentable.

Welcome back 😉

 

Sábado de rebajas. 10:30 de la mañana. Zona de outlets, Johannesburgo. Un disparo. Otro. Mierda.

La dependienta de la tienda se apresura a cerrar las puertas de cristal y nos manda a todos -clientes y personal- al fondo de la tienda donde están los probadores. Corremos sin hacer preguntas. Parece que los disparos se han producido allí mismo, dentro del establecimiento de ropa. Pero no. Todo ha sucedido en el local contiguo, el de electrónica. Juraría que no han pasado más de dos largos minutos entre el primer disparo y el último. Pero qué sé yo. Seguimos encerrados cuando llegan, en comitiva, 20 coches de policía, varias ambulancias. Los malditos atracadores, entre 7 y 10 repartidos en 4 coches, se han llevado lo que han querido (móviles, joyas, televisiones) y mucho más: una vida, la de un vigilante de seguridad. Otro. El segundo esta semana en la zona de Sandton.

Reacciones

La encargada, que aún tiembla, le pregunta a una clienta embarazada si está bien: ¿y tu?, le responde. Ha reaccionado rápido, ha sorprendido su coraje pero no, no está acostumbrada ni a los atracos, ni a las armas. Las dos mujeres se abrazan.

En momentos de caos y miedo, hay dos tipos de personas los que corren a llamar a los suyos para contarles lo que sucede y los que prefieren no preocuparlos. Soy del primer grupo. No tenía la menor duda. Mi amiga, del segundo. Está inquietantemente tranquila, es valiente; «ha pasado por situaciones jodidas», me dice a posteriori su marido.

Me cuenta mi amiga que las tiendas no suelen tener mucho efectivo en las cajas, que aquellas que manejan grandes sumas de dinero ya sea por volumen de ventas o por el elevado precio de sus productos, suelen hacer venir a los furgones cada hora para que se lleven el cash. La gente lo sabe. Por ello, el principal blanco de los ladrones son joyerías y tiendas de electrónica.

«No estamos seguros en ningun lado»,  espeta una señora en el párquing al preguntarnos qué había sucedido.

 

IMG_5745Nota: Es el primer incidente de este tipo que me pasa en tres años en Sudáfrica. No he tenido miedo ni he sentido inseguridad antes. No llevamos una vida de vida de clausura, ¿tenemos más precaución? Seguro, pero esto no te exime forzosamente del peligro. 

Link de la noticia: https://www.enca.com/news/woodmead-security-guard-killed-murder-case-opened

Y llega el día -cuando mejor y más adaptada que estás- que la gente que da sentido a este lugar se empieza a ir. Y con ellos se va, irremediablemente, una parte de ti. Sabes que este sitio ya no será lo mismo. Ni tú serás la misma. Ni ellos. Vuelven a casa, felices por reencontrarse con los suyos y apenados por dejar aquí  -que no atrás- a su otra familia. Es especialmente duro cuando ya hay más personas «allí» -donde quiera que sea que les haya llevado la vida- que aquí. Un insoportable goteo de ausencias- que empezó hace más de un año- y que ahora pesa especialmente. Y claro que nos volveremos a ver, pero no será lo mismo. La vida aprieta y parece que va más rápido cuando coges distancia y el tiempo se interpone. 

Y no te queda otra que aferrarte a los que todavía no se han marchado, antes de que te toque echarles de menos.  Prometes aprovechar el tiempo, juntarse más, sin perezas que valgan, ni malditas excusas, consciente de que muchos de ellos, como tu, ya tienen fecha de partida. Seguirá llegando gente que llenará tus días, pero no ocuparán el vacío. La energía que rebosas cuando te instalas en un sitio nuevo, las ganas de conocer, también se van apagando con el tiempo. Quizá pesan demasiado las ausencias. O quizá sea que eres consciente de que tu etapa aquí también está llegando a su fin. 

 

A nuestra familia sudafricana. En especial a Marta, Iñaki, Cris, Marcos, Gael, Valeria, Bruno, Damaris, Carla, Valeria y (en un mes) Oscar.

 

 

 

Sobre Marakele National Park y otras maravillas de Sudáfrica. Algo más grande que Pilanesberg, seguramente menos concurrido. Más virgen. Quizá tenga algo que ver que no haya imponentes lodges dentro del parque, solo un guest cottage (cabañas) y un par de campings austeros con pocos clientes. Hospedarse en el Shadai Guest House de Thabazimbi fue una buena idea, un lugar familar, acogedor y una ubicación inmejorable a tan solo 10 minutos en coche de Marakele. A este pedacito de paraíso, ubicado a poco más de dos horas de Johannesburgo, le avala su diversidad animal y la belleza propia del parque, de vertiginosos y estrechos caminos y salvaje vegetación (a pesar del seco  invierno). Esto pone a prueba la agudeza visual de sus visitantes y permite a sus habitantes -que van desde los tímidos leones a los desafiantes elefantes- tener cierta privacidad. Su paisaje teñido de amarillos y ocres -muy propios de esta época del año- hace que avistar determinados animales se convierta en un verdadero reto solo apto para los más pacientes. Los madrugadores suelen ser los más afortunados. Y es que los animales, no solo los depredadores, suelen esconderse en las horas más calurosas del día (que también incluyen los cortos días de invierno). Subir al mirador de Lenong es aventurado pero tiene recompensa.

Bela Bela

No muy lejos de allí (tras recorrer unos 100 kms por una monótona carretera amenizada eso sí por más animales), se encuentra una localidad llamada Bela Bela, en cuyos alrededores se ubican varias reservas naturales privadas y lodges como MabalingweMabula o Zebula. Quizá no se vean los Big 5, pero abundan los impalas, ciervos, jabalíes AKA «Pumbas», zebras y los monos. Desayunar tan acompañado es un lujo al que no te acostumbras. Tan buscados como tímidos son las jirafas, los elefantes, los hipopótamos y los rinocerontes (depredadores aparte, claro).

Reservar games (safaris) no te garantiza su alistamiento pero aumenta las posibilidades.  Que esta experiencia sea exitosa o no dependerá, en gran medida, de la pasión del guía en cuestión y de su capacidad (o suerte) para encontrar a los vergonzosos y perezosos animales. Los hay tan entregados que bajan del jeep cada dos por tres para rastrear mejor sus pisadas y el estado de las defecaciones en el camino y te cuentan, por ejemplo, que las heces de elefante son un poderoso remedio contra la malaria. El humo que desprende al quemarla ahuyenta a los mosquitos y, además, descongestiona la nariz. Sorprende su aroma. Igual de interesante y más útil, según como, es la explicación sobre cómo hacerte un cepillo de dientes con una branquita de un matorral y la pasta, con hojas de lavanda, agua y cenizas de un fuego. A parte claro está, de la lección de biología: las peores paradas, las avestruces, cuyos cerebros caben en una cuchara y parece ser que suplen su falta de luces con agresividad.

Ruta recomendada

Quizá no se trate de la ruta más rápida ni más directa pero tomar la carretera de Hartbeesport para llegar tanto a Bela Bela (famosa sus piscinas naturales de agua caliente), como a Pilanesberg o Marakele es un acierto si no te importa perder unos minutos, a cambio ganas un paseo alrededor de su precioso lago y la posibilidad de atravesar una pequeña pero interesante presa de estilo romano (que quiere emular al Arco de Triunfo). El mirador a lo alto del teleférico goza de vistas que quitan la respiración (la subida no es apta para personas que sufran de vértigo).

Demasiado que ver. Tanto por descubrir.

Marakela National ParkIMG_4363Cebras @ MarakelaMás elefantes @ Marakela

Jirafas de Zebula img_7700IMG_4386El Shadai Guest HouseEl Shadai Guest Houseunnamed

El otro día echában «Primos» por la tele. Por enésima vez. Y la volví a ver pero en esta ocasión la nostalgia pesó más que las risas. Quizá tenga algo que ver que acababa de llegar a mi refugio Aka pueblo de veraneo -y petardeo-. Es, seguramente, el lugar del que guardo más recuerdos. Buenos, mejores y alguno menos dulce por culpa, a partes iguales, de las hormonas y de los chicos. Y, sobre todo, una dolorosa despedida cuando más duele, cuando eres joven y te crees invencible.

El sonido de grillos (esté donde esté) me transporta instantáneamente aquí. También las tormentas de verano, los días grises, las moras salvajes y los piñones. ¿Seguirán habiendo tantos murciélagos con antaño?

Parada obligatoria en cuanto pongo un pie en España ya sea en invierno y verano, poco importa. Hoy vuelvo con más arrugas y menos tontería. Y huele a mar más que nunca. Como pica su salitre, como escuecen los recuerdos. Poco o nada ha cambiado este lugar. Nos seguimos llamando, a voces, por el balcón para quedar y bajo a la playa sola porque siempre hay alguién allí, en el mismo sitio de siempre. Todo sigue igual excepto nosotras. Hoy te compartimos con lo más bonito que hay en nuestras vidas; deseando que lo disfruten igual de intensamente que nosotras. Que tengan, como mínimo, tantos buenos momentos como los que hemos vivido nosotras.

A mis primas.

Sudáfrica nombra al primer capitán de rugby negro en 127 años de historia. El flanker Siya Kolisi, de 26 años, es un habitual de los Springboks y debutará como máximo estandarte ante Inglaterra. 

Nelson Mandela esperaba mucho del Mundial de Rugby de 1995 celebrado en Sudáfrica, había mucho más en juego que alzarse campeón del mundo. El líder revolucionario pretendía que, a través del deporte, se cerraran algunas heridas del Aparheid. Por ello, hizo de los Sprinboks el equipo del pueblo (y no sólo de la minoría blanca del país), y a Chester Williams, un héroe. Veintitrés años después del Mundial y cinco años después de la muerte del carismático líder, la selección nacional ha nombrado al primer capitán negro en los 127 años de historia. Su nombre es Siya Kolisi  y tiene 26 años. El flanker (ala) recibió el lunes el brazalete de capitán y debutará como tal el próximo 6 de junio ante Inglaterra durante una serie de tres pruebas (Test Match).

Kolisi es un habitual en los Springboks y es el capitán de su equipo, el Western Stormers. Su nombramiento como tal también en la selección es, además de merecido, simbólico. La federación de Rugby, que tiene un ojo puesto en el Mundial de Japón de 2019, sigue dando pasos hacia la inclusión y normalización. El joven fue vicecapitán con anterioridad pero ahora será el titular en tres partidos que disputarán contra Inglaterra en el continente africano. Antes de esta cita, los Springboks se miden a Gales en Estados Unidos y, en esta ocasión, el elegido para liderar al equipo es el afrikaner (término usado para denominar a los blancos) Pieter-Steph du Toit.

El director de rugby de Sudáfrica, Rassie Erasmus, confirmó la noticia cita el lunes: “Sé que Siya es un buen líder, y estoy emocionado por lo que puede ofrecernos. Siempre he entendido los problemas que existen en nuestro país y que forman parte de lo que somos. Intentamos corregir lo que hicimos en el pasado. No estoy intentando forzar las cosas”, explicó el seleccionador, Rassie Erasmus.

Reacciones en el mundo del rugby. La noticia llega tres años después del debut internacional senior de Kolisi, en la que fue nombrado hombre del partido contra Escocia. El jugador de 26 años ha acumulado desde entonces 28 apariciones en el Test, anotando cuatro tries.   Los expertos han aplaudido esta decisión, aunque para muchos llega tarde y todavía queda mucho camino que andar. «Un capitán negro de Bok es un buen comienzo, pero se debe hacer más», dice el primer jugador negro de Springboks, Kaya Maltona.

No es el único: Otro jugador negro, Chiliboy Ralepelle, había llevado el brazalete de capitán del XV sudafricano en 2006, pero solo para un encuentro sin nada en juego contra una selección mundial que no tenía el rango de un test-match oficial.

Los orígenes de Kolisi. De origen humilde, el jugador perdió a su madre cuando tenía 15 años y se hizo cargo, además,  de sus hermanastros. Creció en la comunidad Zwide, a las afueras de Port Elizabeth. Un torneo juvenil, cambió su vida. Le otorgaron una beca que le catapultó hasta donde se encuentra hoy, en la cima del rugby internacional.  «Empecé a soñar de manera diferente, porque tenía todo lo que necesitaba», recordó durante una entrevista reciente con World Rugby. En sus primeras pruebas provinciales, ni siquiera tenía un par de pantalones cortos de rugby, sino que jugaba con un par de boxers de seda.

El rugby ha sido considerado en Sudáfrica como un deporte reservado solo para blancos, especialmente durante el régimen del ‘apartheid’. Desde la llegada de la democracia en 1994, se ha abierto muy lentamente a la mayoría negra del país (80% de la población) y a la comunidad mestiza.

Algo bonito para un día gris de otoño. Un par de cielos de lugares muy particulares.

Tonopah

Pocos cielos he visto más impresionantes que el de Tonopah. Su altura (6047 pies o 1.800 metros) y el hecho de que esté en mitad de la nada (a 300 millas o 480 kilómetros de la ciudad más próxima) hace que las estrellas, que parecen multiplicarse cada noche, brillen sin competencia. Su atardecer no es menos impresionante. Se tiñe de un intenso rojo bañado de vivos rosas y naranjas. Su belleza quita el hipo. No exagero. Hay algo de «casa» en él y mucho de morriña.

Johannesburgo (y alrededores)

¡Como visten las nubes el cielo de Johannesburgo! Parece que posen. Y que bailen al compás de la tranquila brisa que emborracha a sus paisanos; o de sus tremendos vendavales que amenazan, sin piedad, con lluvia. Sus bravas y generosas tormentas crujen el cielo como si no fuera a haber mañana. Me producen cierta nostalgia. Me trasladan a las tardes otoñales en casa de mis abuelos en Cala Canyellas (Costa Brava). Ha llovido demasiado desde entonces.

Coger distancia. Relativizar. Respirar. O cómo intentar controlar la impulsividad. ¿Es algo que se aprende con la edad o cuando la vida te da limones?

Con todo lo que está cayendo es difícil mantener la compostura. Da igual de qué «bando» estés. Siempre habrá algo del «otro» que te moleste. Algún comentario desafortunado (según tu punto de vista) que te duela. Hace no mucho estaría escupiendo mis verdades a doquier, indignada como pocos, respondiendo mensajes que buscan una respuesta a corazón abierto. Buscando, incluso, qué piensa aquella persona sobre este tema. Enfermizo. Pero no he venido a hablar de política (seguramente tendría más sentido en estos tiempos que corren). Si ya no le encuentro el sentido a amargarse por temas políticos, mucho menos por fútbol.

Con lo que yo he sido. Lo cierto es que yo era de esas, que lloraba (literalmente) cuando perdía mi equipo, el Barça, por supuesto. Que dejaba de cenar y me acostaba de mala leche. A la mañana siguiente no leía periódicos y evitaba todo contacto con hooligans como yo (del equipo contrario, claro). Si me buscabas, me encontrabas. Y si no, quizá también. Cuando llegaron las malditas redes sociales, la cosa empeoró notablemente. De repente, somos expertos de todo y todos tenemos una opinión que merece ser compartida. ¡Qué fácil es vomitarle a una pantalla! ¡Y que gratuito, «atacar» las ideas o sentimientos de los demás!

Lo que intento explicar -aunque creo que sin éxito- es que no me encontraréis discutiendo por las redes ni de política y mucho menos de fútbol. Cógete un vuelo, te invito a un café y hablamos de lo que quieras.

NOTA: Lo de ayer duele. Hablo de la eliminació del Barça ante una immensa Roma en Champions. Pero ya no me quita el apetito, ni el sueño, ni mucho menos me roba una lágrima.

NOTA 2: Lo de anoche fue otro tremendo ejercicio de autocontrol para mí. Apagar el móvil. Respirar y descansar. Salud!

Mi romance con lo kitch, lo artificial empezó -sin buscarlo ni quererlo- en 2008. Me atrapó cuando viajamos a Estados Unidos a visitar mi hermano Alex, que por aquel entonces vivía en Truckee (un pueblo de California con bastante más atractivo que Tonopah, las cosas como son). Tras pasar frío en San Francisco, disfrutar cada kilómetro de la carretera costera californiana descubriendo maravillas como Carmel, pisar el famoso Los Angeles y mi favorito San Diego, el colofón de un viaje inolvidable iba a ser Las Vegas (muy a mi pesar, por aquel entonces). Antes, una parada que no venía de paso y seguramente era del todo innecesaria.

Mis compañeros de viaje me arrastraron -no hubo convencimiento alguno- a cruzar la frontera para tomarnos una costosa Coronita en  Tijuana, México. Una decena de carteles nos anunciaban que «estábamos a punto de abandonar Estados Unidos» con un implícito «¿estás seguro de ello?. Y nosotros hicimos caso omiso a cada uno de ellos. Nos adentramos en un barrio de lo más pintoresco, del que salimos por patas. La gracia de pisar el país vecino nos llevó a cinco horas de espera en la frontera,  amenizada por vendedores ambulantes y músicos, para cruzar a USA de nuevo. Eso sí, podemos marcar en el mapa que hemos «visitado» México, que es lo importante. Esta aventura retrasó notablemente nuestra llegada a la ciudad de las luces yankee, que fue a las 2 am, una hora intempestiva para todo el mundo excepto para los lugareños y los españoles, claro. Por supuesto, no había habitaciones en los casinos principales -era Semana Santa- y nos alojamos en un motel muy modesto a pie de calle del famoso Strip. La ciudad del entretenimiento y yo no empezamos con buen pie; ni sus llamativas luces ni los esperpénticos edificios me impresionaron. Pero se hizo la luz y, con ella, llegó mi asombro. Dejé las Uggs en la maleta (estábamos a 30 grados en marzo, todas las piscinas abiertas) y recorrimos la parte más turística de la ciudad.  Y caí rendida. La había subestimado. Entonces el destino intervino y nos mandó a ese pedazo de desierto en 2012. Y el resto ya lo sabéis.

No, no es lo mismo pero…

Mi visita al Montecasino de Johannesburgo -un año después de mi llegada a la ciudad- despertó sentimientos que creí olvidados. Hacía ya dos años que abandonamos Nevada a toda prisa y, desde entonces, no  había pisado ningún casino. Si soy sincera, los únicos que he pisado han sido en USA y, ahora, en Sudáfrica. No, no me interesa el juego en absoluto, de hecho solo he apostado -siempre al 7, 17, 27- a la ruleta el mínimo requerido y en contadas ocasiones. Además en los casinos siempre se pierde ya sea dinero o la dignidad (barra libre de bebidas mientras estás activo en la mesa). Sin embargo, el envoltorio, su «acompañamiento» sí me llama: espectáculos como el de David Coperfield, conciertos como Muse, OffSpring, Foster the People o El Circo del Sol. Estar en un local y que suba Sean Paul al escenario a presentar su hit «She doesn’t mind». Esto no pasa en cualquier lugar. La diversión tiene una dirección. Y la opulencia también.

Sun city y Montecasino

Cruzando el charco, en un lugar que poco o nada tiene que ver con la realidad norteamericana, hay un rincón que quiere parecerse a Las Vegas.  Su nombre Sun City. Está ubicado en mitad de un paraje incomparable, el Parque Nacional de Pilanesberg, que no tiene nada que envidiar al desierto de Nevada. Aunque el calor también aprieta en esta época del año (febrero), es mucho más llevadero. Por nostalgia, quizá. O por frikismo, si quieres elegí este lugar para pasar una fecha señalada. Y no me defraudó. Nos hospedamos fuera del inmenso complejo, en un pequeño resort llamado Kingdom a una hora y media de Johannesburgo, a cinco minutos de Sun City y a quince del parque nacional. En nuestra visita al gigante del entretenimiento me alucinaron las instalaciones dedicadas al disfrute de sus clientes: la playa de olas, el lago dónde realizar actividades acuáticas; y en menos medida el casino -muy discreto y con poco jugador- y la zona de restaurantes. Un inconveniente, si no te hospedas en el complejo, te hacen aparcar en la entrada y desplazarte en autobús lo que no resulta muy cómodo si viajas con niños pequeños.

Sin embargo, no hace falta irse tan lejos cuando la morriña aprieta. En el norte de Joburg hay un casino-sin-más con buenos restaurantes y espacios para los más pequeños como la reserva de pájaros («Birds Gardens»). La luz igual de tenue, el mismo olor y el sonido de las máquinas me invitan a viajar a esa etapa de mi vida que tanto extraño.

 

Tengo un nudo, una especie de bloqueo, por eso, Toño, no escribo. Tu sabes de lo que hablo. Por eso he reemplazado las palabras por fotografías. Es más fácil. Muestran realidades sin hablar de sentimientos, sin desnudar el corazón. No es que no quiera escribir, es que no me sale nada: ni bueno (si es que alguno lo fue) ni malo. Tampoco es que no tenga cosas que contar. Hoy he quedado con unas amigas (dos de ellas expats también, de Pakistan y Colombia) y no he parado de hablar. Al sentarme en el coche de vuelta a casa me he sentido hasta un poco avergonzada de no haber sido capaz de callar en esa hora y media. Quizá ha sido fácil porque «solo» nos estábamos poniendo al día, hablando de temas amables, pero sin entrar en temas profundos que, tal vez, me hubieran incomodado. Hay muchos temas que me incomodan últimamente, algunos que incluso duelen y otros que, directamente, no me interesan en absoluto. Y cada vez disimulo peor. Soy consciente de ello. No sé si culpar de ello a la edad, a un suspiro de cumplir los 35, o mi realidad. Quizá sea un poco de las dos cosas. Me guardo mucho más de lo que debería si quieres y como dice mi amiga Lucía, luego hago bola y cuesta más tragar. Son rachas, imagino. Tenemos todo el derecho del mundo a sentirnos así, a no querer escribir, a charlar como cotorras, a encerrarnos en nosotras mismas o a vomitar nuestro estado de ánimo a las primeras de cambio. A estar animadas o hundidas. Si no quizá sería un poco aburrido. Puedo disfrutar del aburrimiento un día y ahogarme en él, al siguiente. Y aunque a menudo he bromeado con ello, no creo que sea bipolar, si eso tranquiliza a alguién. A mis padres, seguro. Y si lo fuera, ¡qué más da!